diario de viaje: Granada

by - sábado, agosto 03, 2019


"Granada no puede salir de su casa. No es como las otras ciudades que están a la orilla del mar o de los grandes ríos, que viajan y vuelven enriquecidas con lo que han visto. Granada, solitaria y pura, se achica, ciñe su alma extraordinaria y no tiene más salida que su alto puesto natural de estrellas. Por eso, porque no tiene sed de aventuras, se dobla sobre sí misma y usa del diminutivo para recoger su imaginación, como recoge su cuerpo para evitar el vuelo excesivo y armonizar sobriamente sus arquitecturas interiores con las vivas arquitecturas de la ciudad."  Lorca.


Nos recibe Sierra Nevada incluso antes de llegar, con su blanco insurrecto en el cielo limpio de marzo. Se va a quedar conmigo tras irme, ese blanco. Hay algo en su vastedad, en su pureza intocable que me despierta el mismo afecto que el mar.



La primera vista de la Alhambra es un golpe al corazón, desde el restaurante donde el atardecer se refleja en las copas y en las paredes milenarias y en la sierra teñida de rosa. Es ineludible, siempre asoma entre los tejados, sobre las empinadas calles y los perfumes florales desbordándose de los jardines interiores.

Los cármenes son pequeños tesoros de los que solo se averigua un vestigio, dejando el resto a la imaginación. Lejos, la noche granadina será neón y universitaria. Pero aquí, la luna se adivina en el cielo añil, creciente en la oscuridad, mientras los coches se abren paso como pueden entre los estrechos muros y los viandantes que suben y bajan.



Granada es fértil y honesta, llena de giros inesperados a cada paso. Son las gitanas con el romero a la sombra de la catedral, las teterías marroquíes en penumbra y las casas blancas adosadas en la falda de la montaña. Los cientos de tiendas con pendientes forjados, bolsas de cuero, imanes de azulejos y las plazas soleadas con sus fuentecillas. Granada es todo eso y más.



Al visitar el centro Lorca, me pierdo en los recuerdos de su vida como si fuera la mía propia, en las fotografías con sus hermanos y amigos, las cartas a sus padres y los documentos académicos, el itinerario de una excursión al norte de España, hace casi cien años ya. En esa sala oscura es como si no hubiese pasado el tiempo, como si hubiese muerto ayer, como si jamás lo hubiese hecho y su futuro estuviera aún por grabarse en piedra.


La letra de Federico es como la de un niño ―como sus dibujos― clara y llena de curvas. En una foto enseña a su hermana pequeña a leer y en otra aparece casi fuera de la imagen, en los márgenes. Me conmueve el mantel de ganchillo en su casa, el piano, las losas rojas del suelo, incluso la chimenea y la pared encalada, fría como un témpano cuando apoyo la espalda en ella.




La Alhambra huele a flores silvestres y a agua de río y desde arriba del todo se escuchan las campanas de las iglesias y las trompetas de alguna procesión. El paisaje parece obra de la naturaleza, un milagro para el que nadie necesita palabra alguna; su belleza es una verdad directa a los sentidos, superviviente al paso del tiempo. Dentro, la fortaleza es una ciudad en sí misma, con sus huertas, su negocio propio y sus jardines infinitos.



El suelo ―y el entorno en general― es como una partida de ajedrez donde se interponen dos culturas. Hay motivos vegetales y animales, historias de sultanes que degollaban cabezas y de un rey que dejó un palacio incompleto y jamás vivió en él; ahora es demasiado tarde, así que ahora se contempla la belleza de su ausencia: ausencia de cúpula, ausencia de magistrales proezas en los frescos y en los medallones. No es exactamente triste, esa ausencia. Es un testamento en sí. 



Cuando descendemos el Albaicín la segunda vez, me detengo a observar a la gente recostada contra los muros blancos, tocando música o vendiendo su arte o simplemente siendo, estando, en una aparente y humilde felicidad. Me giro para seguir mirando al hombre de la guitarra y cuando clava su mirada en mí, inmediatamente la desvío, aunque ya es tarde. Me he dejado atrapar.



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