diario de viaje: Italia

by - domingo, enero 24, 2016



El día antes de partir veo una peli de Woody Allen sobre el amor en Roma, y en cierto modo, las ciudades que visito son mejor que su reflejo cinematográfico. No son fotogramas limpios, llenos siempre de imágenes y palabras bellas; son parte de mi memoria imperfecta y humana.

En Milán respiro el otoño de verdad en un parque. Es un otoño de hojas secas y crujientes, derramadas sobre la hierba verde. Es un otoño diferente del sucedáneo de mi Mediterráneo, me deja con la nariz fría y el cielo anunciando lluvia (no puedo evitar pensar en vivir en una ciudad así, por enésima vez).
Hay un castillo cubierto de hiedra, al más puro estilo medieval y enfrente un arco del triunfo. Hay balcones italianos y grandes portales ostentosos. Todo ese espacio negativo...

Verona y la casa de Julieta, la meca de todos los enamorados (y los que sueñan con estarlo). Las luces de la ciudad de noche, la muralla, el ancho río, las calles estrechas, ganas de fresas con chocolate... ¿por qué tanta frustración?, quiero preguntarme a mí misma.

Venecia. Todo se vuelve a ensanchar y se contrae, caracolea a nuestro alrededor. En San Marcos caminamos sobre las aguas en plataformas de madera y recorremos las calles laberínticas, idénticas y perfectas para perderse. El agua forma parte de la ciudad como el cemento o la tierra. Al final concluyo que no es un sitio para vivir, pero sí para admirar. Y escuchamos a los instrumentos sonar de noche, de nuevo frente a la gran torre, cuerda, piano y viento.


Tras un día en Roma acabo hartísima del cristianismo. Y de pizza.
(pido un Bob Dylan junto a la columna de Trajano y pruebo por segunda vez la panna cotta en un país extranjero.)





En Florencia nos refugiamos bajo el enorme portón de una iglesia y no sirve de nada, porque al minuto siguiente el viento sopla en nuestra dirección y el agua cae horizontal. No importa: usamos los paraguas como escudo, pisamos todos los charcos por el placer de hacerlo y seguimos desafiando a los dioses con la fuerza de nuestros dieciséis. Finalmente nos refugiamos en un portal más ancho, y allí hablamos y reímos y esperamos a que deje de llover o a que lleguen los otros. Quizás el hecho de que sea de mis ciudades favoritas se deba a lo feliz que me sentí allí. Eso y que Stendhal tenía razón.




(en un golpe de lucidez pienso que quiero saber más sobre la peste, aquel enemigo que destruyó tanto y tan extensamente, como una marea negra que arrasó Europa)

Finalmente, un pueblo de la Toscana con nombre de santo, San Gimignano, que de noche huele a cuero, leña y horno de piedra. Me recuerda a aquel otro pueblecito en lo alto de una colina, envuelto en niebla, y que solo llegué a ver desde lejos en la carretera. Pero este es tangible, y bello. Lástima que las personas no vayamos acorde con el paisaje.

En el avión hablo sin parar y por dentro me pesa el corazón. Italia también me ha servido para aprender de mí misma, para llevarme algunas decepciones y sobrellevar mejor el dolor. No, ningún lugar es siempre como lo vemos en las películas. Es mejor, y es peor. Es la vida.








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