He soñado con globos aerostáticos, con campos de trigo donde abrirse paso a brazadas, o correr en pendiente. He soñado con huir del hogar, dejando todas mis cosas atrás, separada de ellas por muchos kilómetros de carretera, sin apenas dedicarles un pensamiento. Y el trigo era amarillo y brillante como en esos cuadros de Van Gogh, tanto que parecía pintado por él.

Salgo de las entrañas del metro y lo primero que veo al emerger es una iglesia, que se alza ante mí en tonos claros. Conforme subo, la iglesia no se acaba.
Ahogo un grito cuando me doy cuenta de que es gigantesca, colosal, del tamaño de la Torre Eiffel. Estoy en Barcelona, y lo que veo es (mi versión de) la Sagrada Familia.
Caminamos por calles soleadas con muchos árboles; es una gran vía a mediodía y aquello es un enjambre de vida. Repentinamente hace viento, mucho viento, tanto que me arrastra contra mi voluntad por las calles, hasta que decido cogerme a la mano de unas turistas japonesas, vestidas con el tradicional uniforme escolar.
Pasamos todos juntos de casa en casa, atravesando puertas y llegando a un refugio precioso con un balcón lleno de plantas y varias habitaciones, entre las que se encuentra una para refugiados sirios.

Me levanto de madrugada cuando todos duermen.